El tiranuelo, su traje azul, sus zapatos de charol y su ansiada tez
blanca; eran suficientes para que aprendiese pronto a botar las leyes que sus
señores le encargaban.
El tiranuelo en esa lejana tierra dentro del gran señorío, se hacía
aclamar por todos regalándoles balones. En actos públicos acudía con su traje
azul, sus zapatos de charol y su ansiada tez blanca. Y en pleno acto público se
ponía a patear balones a la muchedumbre como un gesto de generosidad hacia sus
súbditos, y sus más sin-pensantes simpatizantes lo aclamaban por ello
acomodándole las solapas de su traje azul con el único fin de asegurarse un
puesto en su tirano régimen.
El tiranuelo lanzaba a diestra y siniestra los balones sobre la
muchedumbre eufórica y enternecida por su generosidad. Y cuando se le acabaron
los balones, viendo sorprendido a sus súbditos derramar tanta ternura e
ingenuidad, agarro las leyes, las arranco hoja tras hoja, las estrujo con sus
manos y afinando la puntería con la punta de su zapato de charol, las lanzó a
patadas sobre la gente, eufórico como la muchedumbre o intentando burlarse de
ella, con un aire de soberbia, una risa grotesca y las solapas de su traje azul
agitándose como banderas. Saboreo como un dios aquel momento.
Y el trágico, burlón y soberbio acto de romper las leyes en público,
estrujarlas para luego lanzarlas a patadas sobre la gente se fue repitiendo
hasta que ya se había convertido en una costumbre tanto para aquel tiranuelo
como para sus súbditos.
Hasta que un claro día de invierno, no faltó quien de entre la muchedumbre
eufórica y enternecida, en pleno acto
público, tomara la palabra, atreviéndose a ponerse al frente de la muchedumbre,
para hacerle al tiranuelo la siguiente pregunta:
-¿Por qué rompes las leyes para luego tirárselas a tu gente?- La voz
quedo marcada en las mentes de la muchedumbre como un eco aunque no todos
estuvieran consientes de la pregunta que se había hecho.
La espera por una respuesta de parte del tiranuelo se hizo eterna y al
final el silencio sofocó toda esperanza, los sin-pensantes simpatizantes ocultaron
la mano, el puño y hasta el aplauso con el que apoyaban a su líder, pero así y
todo se mantuvieron a su lado acompañando su luctuoso silencio, la muchedumbre
perdió todo entusiasmo. Y entonces volvió a levantarse aquella voz que había
quedado sellada como eco en las mentes de la gente para dirigirse al tiranuelo
con las siguientes palabras:
“Las leyes no valen para quien no puede hacerlas. Por lo tanto las leyes
pueden decretarse, romperse, pero nunca hacerse. Por algo les enseñamos a los
niños en la escuela, que deben de comprender que las leyes son decretadas por
Dios y no por sus gobernantes” le dijo aquel señor suyo que había estado
esperando la ocasión, escondido entre la muchedumbre, para dirigirse a él en el
momento más oportuno.
Luis c. Torrico